Todos llevamos una máscara en algún momento, ya sea para defendernos de algo que consideramos un ataque (según nuestra interpretación subjetiva y nuestra perspectiva), para aparentar algo que no somos o para tratar de agradar. A veces la llevamos tanto tiempo que se pega a la piel.
Todas las máscaras tienen algo en común, nos permiten proteger nuestro verdadero yo.
Son instrumentos que utilizamos para intentar adaptarnos a unas circunstancias y así reinventarnos para seguir adelante.
No podemos, muchas veces, comportarnos como nos gustaría, si queremos ser aceptados.
Puede ser difícil desprenderse de ciertas máscaras y nos preguntamos, ¿realmente soy así?, ¿Esta máscara es parte de mi esencia?
Hay que mirarse en el espejo, para ver y conectar con nuestro auténtico “yo”. Observar lo que somos realmente, con nuestra propia luz y oscuridad.
Las “máscaras emocionales” son una especie de álter ego utilizadas para esconder los miedos.
En el caso de la fotografía, podemos estar sufriendo el «síndrome del impostor«. Nos autoconvencemos que somos un fraude, por aparentar algo que no somos.
Sentimos un miedo constante de ser descubiertos como un impostor o pensamos que los demás sobrestiman nuestras habilidades. Es lo que se denomina como llevar una máscara.
Pero siempre habrá alguien mejor, y siempre también serás mejor que alguien “No somos impostores, somos fotógrafos en constante evolución”
Utilizar una máscara de una forma puntual, no tiene mayores efectos secundarios, sin embargo, renunciar a ser uno mismo, sí es grave.
Al final de tanto usar la careta terminamos olvidando quiénes somos en realidad. “No se puede agradar a todos”.